La pandemia convierte a las personas en una potencial amenaza para las demás. La sociedad se basa en la permanente interacción humana; esa interacción facilita que todos nos acerquemos a cumplir nuestros propósitos, pero ahora supone también una fuente de peligro. Algunas de nuestras acciones, si por un lado suponen una fuente de riqueza para nosotros y para los demás, también nos ponen en peligro. Una situación así no deja alternativas atractivas.
En estos días, en España, cunde la preocupación por los rebrotes del contagio del SARS-CoV2, el coronavirus que asola medio mundo. El fin del duro confinamiento impuesto por el Gobierno ha facilitado que se recupere la actividad habitual, aunque de forma temerosa e incompleta. La actividad multiplica los contactos y éstos el contagio. Una de las regiones más afectadas está siendo Cataluña. La Generalitat ha conminado a los ciudadanos a que se queden en casa y limiten en lo posible el trato humano. La consejera de Salud, Alba Vergés, ha dicho: “Lo importante es dejar de socializar y no tener que prohibir absolutamente todo. Ninguno quiere hacer confinamientos totales en casa, aunque esa sea la forma más segura de mantener el virus a raya”.
Pero este llamamiento a la responsabilidad personal no satisface a todo el mundo. El diario El País cita a “una italiana de 44 años que trabaja en un importante centro de investigación de Barcelona”, que advierte: “No va a funcionar, porque no es obligatorio”. Otro ciudadano coincide: “Es un poco ridículo que lo recomienden. Aunque no me guste la idea, tendría que ser obligatorio”. No sé si es una opinión mayoritaria, pero creo que no es arriesgado decir que es representativa de una parte importante de la opinión.
¿Qué puede sustentar esta opinión? Por un lado en dos ideas sobre el carácter predominante entre la gente: la convicción de que las personas están movidas sólo por el propio interés, y la de que actúan de forma miope, sin entender bien cuál es ese interés y calibrando muy mal cuáles son los beneficios y los costes de su actuación.
Por otro lado, en el entendimiento de que, puesto que la mayoría de la gente no va a adoptar el comportamiento más adecuado, ha de ser el Estado quien obligue a todos a actuar de determinada manera.
Este planteamiento tiene al menos un error de base: pensar que una mayoría de personas actúa de forma egoísta y miope, y suspender ese juicio cuando algunas de esas personas toman decisiones para ellas y para los demás desde el Gobierno.
Aún tiene más errores. Es cierto que una parte de la población actúa de forma miope. No calibra bien lo que puede ganar y perder en función de lo que haga. Esto es especialmente cierto en una situación como la actual: nos enfrentamos a una situación que sólo conocemos por las películas; de la que no tienen experiencia que transmitirnos ni la generación más anciana. Sí tenemos conocimiento de la epidemia del SIDA. Pero para minimizar la posibilidad de contagio sólo tenemos que adoptar ciertas medidas de precaución que son compatibles con una vida perfectamente normal, de modo que eso no nos sirve.
Falta un conocimiento compartido, una experiencia social, un “sentido común” al respecto de cómo debemos actuar. De modo que sí, es muy posible que muchos actúen de forma miope. Además, cuanto menor es la edad más se reduce el riesgo para la propia salud, de modo que los más jóvenes se permiten actuar con menores precauciones. A todo ello hay que añadir un elemento propio sólo de España: los medios de comunicación, que cumplen una función esencial en la diseminación del conocimiento práctico, están muy condicionados por el Gobierno, que al principio optó por ocultar la gravedad de la situación. De modo que favoreció los comportamientos más despreocupados.
Pero esta es la situación de partida. La experiencia, aún sin la ayuda de los medios de comunicación, hace que la gente aprenda cómo debe actuar y adopte de forma creciente las medidas oportunas; bien adoptando las medidas que hacen más difícil o menos eficaz el contagio, bien por medio del distanciamiento social. Cada uno de nosotros tiene los incentivos adecuados para adquirir los comportamientos correctos, y son más fuertes cuanto mayores sean las consecuencias de nuestras acciones.
Sobre el distanciamiento cabe añadir que no es lo mismo si se impone desde un Gobierno que si no es el caso. El Gobierno no puede conocer en qué casos resulta perjudicial imponer ese comportamiento, de modo que lo aplicará de forma generalizada, quizás con algunas excepciones. A medida que se extienda por la sociedad el conocimiento de cuál es el comportamiento más adecuado, será mejor que sea cada uno quien decida qué debe hacer en sus circunstancias. Portugal es un ejemplo de cómo una sociedad puede adoptar de forma generalizada un comportamiento adecuado, en un período de tiempo muy breve. De modo que la visión pesimista de la italiana de Barcelona quizás no esté justificada.
Fuente: Instituto Juan de Mariana