En el día de ayer, Alberto Fernández, junto a Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof anunciaron que la cuarentena se extendería hasta fines de mes.
En el mismo acto, el presidente negó que existiera cuarentena, algo que es en parte cierto, aunque habría que preguntarles a los dueños de los gimnasios qué piensan sobre ello, o a los dueños de los teatros, o a quienes quieren hacer «reuniones sociales».
Todo eso, producto de los sucesivos decretos firmados por Fernández, hoy está prohibido y penado por la ley.
Otra cosa que negó el presidente, en dos o incluso más oportunidades durante su mensaje de ayer, es que el gobierno estuviera restringiendo las libertades.
Sus palabras concretas fueron las siguientes:
«Nosotros nunca restringimos libertades, solo cuidamos la salud de la gente. Porque si cuando los médicos nos dicen que la solución que tenemos es preservarnos tratando de no circular y ordenamos eso, si eso es restringir la libertad… Es como si el médico me dijera que no le ponga más sal a la comida porque tengo la presión alta y yo le dijera que me está restringiendo la libertad de comer sal. Es exactamente lo mismo.
No hay libertades en juego, lo que hay es lo que nos pasa cuando enfrentamos una enfermedad. Y el mundo está enfermo. Tenemos que tener ciertas restricciones… Si soy diabético y me dicen que no coma dulces, no me están restringiendo la libertad, me están cuidando.»
Con esta frase, de corte netamente paternalista, el presidente intentó hacer un giro retórico para negar algo que es realmente imposible de negar: el gobierno sí restringe las libertades, y ni siquiera está claro que sea por buenos motivos.
Diseccionamos el contenido del mensaje.
En primer lugar, la relación médico-paciente no es igual a la relación gobierno-ciudadanos. Es que incluso cuando el médico pueda prescribir que no comamos sal, que hagamos más deporte, o que no comamos dulces, queda en cada paciente acatar o no la prescripción. El consejo médico no es una orden, sino una advertencia profesional que el paciente probablemente tenga incentivos para seguir, pero que tiene la libertad de no cumplir. De hecho, el médico, en el hipotético caso de que el paciente haga cualquier cosa menos lo indicado, tendrá la libertad de dejar de atenderlo, pero nunca podrá imponer su voluntad sobre él.
El gobierno, a diferencia del caso anterior, puede multar, o incluso detener y encarcelar a aquel que lo desobedezca. En este último caso, la libertad está claramente amenazada y restringida. Pruebe usted abrir un bar en plena luz del día y aceptar a 10 o 15 personas sentarse en sus mesas. No tardarán los inspectores municipales en llegar para clausurarle el negocio.
En segundo lugar, no importa el motivo por el cual se hace, si la libertad se restringe, ésta estará restringida. Cuando el gobierno impone una barrera arancelaria para evitar importaciones, no importa si lo hace para «proteger el empleo de los argentinos», la barrera implica una violación del libre comercio y, por tanto, una violación de la libertad individual.
Es idéntico el caso si el gobierno prohíbe el alcohol o el uso de drogas. No importa que lo haga para «cuidar nuestra salud», no deja por ello de ser un ataque a nuestra libertad, en este caso con una motivación que se conoce en la literatura del tema como «paternalismo». Es decir, aquella situación donde el gobierno actúa como si nosotros fuésemos adolescentes y él fuera nuestro padre.
Por último, tampoco es cierto que «el mundo está enfermo». La pandemia de coronavirus acumula 21,3 millones de infectados con 14,1 millones de recuperados. Es decir que un 0,001% (cero, coma cero, cero uno por ciento) de la población mundial está cursando hoy la enfermedad originada por el COVID-19. Sería más correcto, a la luz de estos datos, decir que «el mundo está sano», y que algunas personas dentro de ese mundo tienen coronavirus.
Para más inri, de ese total de infectados, solo 3,5% murieron (762.400 personas), lo que constituye una pésima noticia para ellos y sus seres cercanos, pero también debe decirse que el otro 96,5% no ha muerto, que otro tanto nunca presentó síntomas, y que la enfermedad ataca de manera particularmente agresiva al sector de mayor edad de la población.
Según datos oficiales de la Ciudad de Buenos Aires, el 84,4% de los fallecidos tienen más de 60 años y la edad promedio de quienes mueren por coronavirus es de 76 años. Si miramos el caso de Italia, con el cual permanentemente nos asusta el gobierno, obtenemos que hasta el 14 de julio, 34.066 cuidadanos habían muerto, pero solo 386 (trescientos ochenta y seis) de esos fallecidos tenían menos de 50 años.
Teniendo en cuenta esta evidencia: ¿es necesario que el gobierno, con la excusa de «ciudar al mundo», restrinja nuestra libertad de trabajar, comerciar, pasear y juntarnos con nuestras familias y amigos? ¿O no sería, tal vez, más razonable que se limitara a fortalecer el sistema público de salud y a proveer información relevante para que podamos tomar mejores decisiones individuales en el marco de una pandemia (decisiones que podrían incluir incluso el aislamiento voluntario de mayores o personas muy adversas al riesgo de contagio)?
Con la política de cuarentena el gobierno no cuida «nuestra salud», sino que se limita a intentar evitar que las personas que forman parte de grupos de riesgo se contagien del COVID. Es decir, y repito, no cuida «nuestra salud», sino a lo sumo la de algunos, pero a costa de la de otros, cuya salud se deteriora al perder el empleo, mantenerse en el encierro, o ver cómo su negocio cierra de forma indefinida.
Finalmente, y para empeorar el cuadro, no solo no nos está cuidando sino que, aunque lo niega, sí está violando nuestras libertades. El gobierno no es nuestro médico, ni tampoco nuestro padre, y cuando se posiciona en tales roles, la libertad naturalmente estará amenazada, sino directamente restringida o suprimida.
Espero haber sido claro, a ver si el presidente y toda su militancia lo entienden alguna vez.
Fuente: Los Mercados