La elección del 2020 representó una de las técnicas más comunes de la campaña presidencial, prometiendo nuevas inversiones masivas por parte del gobierno, respaldadas por proyecciones de un «escenario optimista» del bien que harán. La única diferencia real con el pasado fue el aumento de las llamadas inversiones y el número de ceros al final de las cantidades prometidas.
Al principio, Bernie Sanders y Elizabeth Warren estaban a la vanguardia de las promesas de inversiones expansivas. Sanders se comprometió a realizar inversiones masivas desde el Nuevo Tratado Verde (New Green Deal) hasta supermercados de propiedad cooperativa, mientras que las promesas de inversión de Warren pasaron de redes públicas de banda ancha, hasta guarderías infantiles universales.
Cuando Joe Biden los superó para ganar la nominación demócrata, su plataforma estaba igualmente repleta de promesas para la inversión. Como se detalló en su campaña, sólo su plan de energía no contaminante prometía más de 2 billones de dólares en «inversiones de gran alcance» para la infraestructura, la industria automotriz, el tránsito, la energía limpia, la vivienda sostenible, la agricultura y la conservación, al tiempo que prometía promover la justicia ambiental y crear empleos «buenos y sindicados».
Lamentablemente, en todos esos planes faltaba algo. En ninguna parte había una discusión creíble sobre cómo se financiarían esas inversiones. No consideraron seriamente los costos que se impondrían a la sociedad, impidiendo comparaciones honestas entre los beneficios y los costos. En lugar de ello, sólo aumentaron la cuantía de la apuesta política de que se verían las promesas de gastos (imaginadas, en realidad), pero los costos de oportunidad seguirían siendo en gran medida invisibles.
Lamentablemente, como lo demostró Frederic Bastiat, ese es un camino muy trillado hacia políticas que resultan mas perjudiciales que útiles.
Ni siquiera una lupa en la letra pequeña de la campaña podría revelar cómo se financiaría realmente todo ese gasto, ni tampoco revelaría los efectos de los impuestos, los déficits (es decir, el compromiso a pagar impuestos futuros) y/o la inflación (es decir, los impuestos sobre los activos en términos de dólares fijos, incluido el dinero en efectivo) que se producirían, lo que no proporciona ninguna forma de verificar que las promesas merezcan ser cumplidas. Y ello sin considerar siquiera los incentivos mucho menores a los que se enfrenta el gobierno como «inversionista» que utiliza los recursos de otros y no pone a prueba los beneficios para saber si los proyectos realmente valen la pena o no.
Sin embargo, incluso si se observan las promesas de inversión política con un ojo ictérico bien justificado, se tiende a pasar por alto una cuestión muy importante. Si las inversiones que prometen los políticos son tan grandes y tan poderosas para el bien, ¿por qué el gobierno hace tanto para reducir la cantidad que los estadounidenses ahorran e invierten con su propio dinero?
Los déficits masivos «desplazarán» algunas inversiones hoy en día, aunque la política monetaria expansiva puede disfrazarlas durante un tiempo. El aumento de la deuda causará que los impuestos futuros sean más altos para financiarla, desplazando también la inversión futura, con costos astronómicamente más altos si las tasas de interés aumentan. Pero hay muchas otras formas en que las políticas públicas reducen el ahorro y la inversión privada.
La Seguridad Social es uno de los principales desincentivos para el ahorro y la inversión privada. La gente ha sido llevada a sustituir sus «contribuciones» obligatorias y se le ha prometido futuros beneficios de jubilación con fondos que habrían ahorrado para financiar sus «años dorados». Con reducidos ahorros, también son reducidos los recursos para la inversión privada.
Las promesas del Seguro Social también exceden dramáticamente los fondos que estarán disponibles, haciendo que la gente anticipe jubilaciones más ricas de las que realmente tendrá, y por lo tanto reduciendo aún más el ahorro y la inversión. Aquellos que ahorraron lo suficiente para proveer una buena jubilación también enfrentan impuestos sobre la renta en la mayoría de sus beneficios del Seguro Social.
El Medicare, cuyas obligaciones no financiadas son mucho mayores que las del Seguro Social, también reduce el incentivo de ahorrar para futuros gastos médicos. Además, los actuales asalariados se ven obligados a cubrir tres cuartas partes del costo, lo que les deja con menos ingresos para ahorrar.
La cobertura de Medicaid para los costos de los asilos de ancianos, sólo después de que se agoten prácticamente los demás activos, socava otro motivo de ahorro.
Los impuestos sobre el capital reducen el rendimiento del ahorro y las inversiones después de impuestos, lo que también conduce a una reducción del ahorro. Entre ellos se incluyen los impuestos sobre la propiedad que, aunque son porcentajes relativamente pequeños del valor del capital, representan fracciones considerables de los ingresos anuales generados. Luego, los impuestos estatales y federales (y a veces locales) sobre las empresas tienen un efecto adicional sobre el rendimiento después de los impuestos.
El «impuesto» implícito impuesto por las cargas reglamentarias también debe ser cargado antes de que las ganancias puedan llegar a los inversionistas.
Los impuestos a la renta sobre las personas físicas, en hasta tres niveles de gobierno, reducen el ahorro aún más. Los ingresos por inversiones que quedan después de otros impuestos se vuelven a gravar si se pagan como dividendos.
Las ganancias del ahorro y la inversión también pueden provocar cargas fiscales adicionales al provocar la eliminación gradual de las deducciones y exenciones del impuesto sobre la renta. Si las ganancias de inversión se retienen y reinvierten, aumentando el valor de los activos, se gravan como ganancias de capital. E incluso los aumentos del valor de los activos a causa de la inflación se gravan como si representaran aumentos reales de la riqueza.
Los impuestos al patrimonio también reducen la capacidad de los exitosos ahorristas de pasar activos como legados, erosionando otro motivo de ahorro. Los impuestos sobre el patrimonio propuestos se amontonarían sobre ese desincentivo. Y la política monetaria que durante mucho tiempo ha mantenido los tipos de interés cerca de cero también ha socavado los incentivos para ahorrar.
Los pagos por desempleo reducen la necesidad de ahorrar una reserva de fondos, un «por si acaso», especialmente porque en las crisis, los gobiernos a menudo intensifican esa asistencia, reduciendo los incentivos para la auto-responsabilidad financiera.
Más de medio billón de dólares al año en programas contra la pobreza también actúan como una red de seguridad social que reduce el incentivo para ahorrar. Por ejemplo, la disponibilidad de cupones para la compra de alimentos amortigua los riesgos de la pérdida de ingresos. Pero si alguien tiene más activos que los permitidos por la nada generosa «prueba de activos» del programa, como resultado de ahorros anteriores, no son elegibles. Y como en otros programas de asistencia que requieran prueba de recursos, la reducción de los cupones para los alimentos, cuando aumentan los ingresos, actúan como un impuesto adicional sobre las ganancias.
Evaluar las promesas optimistas de inversión por parte del gobierno requiere un serio escepticismo. Pero las políticas gubernamentales ofrecen desincentivos masivos para el ahorro e inversión por parte de los estadounidenses, al mismo tiempo que quienes dirigen el gobierno hacen extravagantes promesas sobre inversiones adicionales que las que materializan verdaderamente. Esa disonancia cognitiva justifica un escepticismo aún mayor de que los resultados del gobierno coincidan con las esperanzadoras promesas de los gobernantes. Y debería persistir mientras las promesas de inversión por parte del gobierno sean tergiversaciones y el gobierno socave tan agresivamente los incentivos para que los estadounidenses ahorren e inviertan su propio dinero.