La Corrupción y el Populismo Frenan el Desarrollo Económico de África

En marzo de 1957, Kwame Nkrumah proclamó la independencia de la Costa de Oro británica,cambiando su nombre por el de Ghana. Nkrumah era una persona peculiar. Formado en universidades británicas y estadounidenses, estaba convencido de dos cosas. La primera era que sólo la independencia permitiría a los pueblos africanos superar su atraso secular. La segunda era que, para lograrlo, el vehículo ideal era una especie de socialismo africano que él llamaba conciencismo.

Nada más llegar al poder, adoptó el título de «Osagyefo» (el redentor), cambió el nombre del país por el de Ghana, que en akan significa «rey guerrero», y se aseguró el poder absoluto. Nkrumah era un charlatán devorado por el narcisismo. Aunque no simpatizaba ni con la mitad de sus conciudadanos, que hablaban dialectos distintos al de su etnia natal, creía que todo el continente africano debía unirse bajo una sola bandera.

En Occidente, Nkrumah era muy popular. Reyes y presidentes le festejaban en recepciones y disfrutaban de su compañía. No podía ser menos con un hombre tan carismático que en sus discursos afirmaba tener el remedio infalible «contra la pobreza y la enfermedad».

No acabó con ninguna de las dos lacras. Nkrumah se convirtió en un dictador brutal que, apoyado por los soviéticos, planificó autoritariamente la economía de su país con resultados desastrosos. Diez años después de que Ghana alcanzara la independencia, una de las colonias británicas de ultramar más prósperas se había empobrecido visiblemente y se asociaba con el militarismo.

La triste historia de Ghana se repitió en todos y cada uno de los países al sur del Sáhara. Salvo honrosas excepciones, como Botsuana, ninguna de las antiguas colonias europeas ha conseguido no sólo desarrollarse, sino mejorar ostensiblemente su situación. Mientras que países de otras partes del mundo, especialmente del Lejano Oriente, han crecido significativamente e incluso se han incorporado al primer mundo, el África negra sigue siendo tan pobre o más que cuando obtuvo la independencia.

Los fríos datos dejan poco margen a la interpretación. El PIB de África es un 70% inferior al de Asia y un 80% inferior al de América Latina . Se han dado muchas razones para explicar el retraso obstinado de África. Se ha dicho que no pueden desarrollarse porque fueron colonias y el neocolonialismo se lo impide. Pero Vietnam fue una colonia, por ejemplo, y también tuvo que sufrir veinte años de guerra civil. Hoy, sin embargo, es un país cuya economía crece y al que sonríe el futuro.

Se ha achacado la pobreza a la falta de infraestructuras y de capital humano. Ningún país pobre dispone de buenas infraestructuras antes de salir de la pobreza. Las infraestructuras se financian con la prosperidad y, en cuanto al capital humano, Occidente ha destinado miles de millones de dólares a programas de formación profesional para preparar a los trabajadores locales.

Los políticos africanos suelen culpar al resto del mundo, bien porque no abre sus fronteras a los productos africanos, bien porque las abre demasiado y los productos occidentales inundan sus mercados. La verdad es que el mundo no ha marginado a África; le ha abierto sus mercados y le ha dado medios financieros para que, bien gestionada, pueda desarrollarse.

Tanto Estados Unidos como la Unión Europea han dado acceso preferente a los productos africanos y no han escatimado ayudas de todo tipo y transferencias tecnológicas. El Banco Africano de Desarrollo, financiado por Estados Unidos y Europa, ha destinado 50.000 millones de dólares en operaciones de crédito al continente desde 1980. Sólo en 2016, la Unión Europea inyectó 21.000 millones de euros en los países africanos, a los que hay que añadir otros 1.600 millones en programas educativos. Es decir, el doble del Plan Marshall en solo un año.

A pesar de este apoyo continuado, los gobiernos africanos se han mostrado muy obstinados en sus políticas de desarrollo, generalmente equivocadas y siempre opacas. Han hecho exactamente lo contrario de lo que se debería haber hecho. Aunque los africanos trabajan muy duro, siguen siendo muy improductivos, lo que no es de extrañar dada la escasa capitalización de esas economías y la sarta de regulaciones con que las adornan sus gobiernos.

Hacer negocios al sur del Sáhara es heroico. Abrir un negocio en casi cualquier país africano es un proceso incierto, largo y costoso que suele acabar en innumerables sobornos. Cualquiera que atraviese África lo sabe. Viajar por el continente significa toparse cada pocos kilómetros con puestos de policía que comprueban los visados y reclaman sus propinas en países sin apenas estado de derecho. Si eso le pasa a un aventurero en moto, ¿qué no le ocurrirá a un inversor que quiera montar una planta de procesado de alimentos?

Todos estos obstáculos a la creación de riqueza no fueron impuestos por las antiguas potencias coloniales, sino por los gobiernos que llegaron después. La principal causa de la pobreza crónica de África ha sido una interminable cadena de malas decisiones tomadas por sus dirigentes durante el último medio siglo.

La proverbial riqueza natural del continente no ha servido para nada. Todo se ha dilapidado. Por ejemplo, desde que alcanzó la independencia en 1961, Nigeria ha ganado más de medio billón de dólares con la venta de petróleo -el codiciado Bonny Light- que se extrae de los yacimientos del delta del río Níger, una riqueza natural que habría permitido a esta nación despegar como tantos otros países del pasado que iniciaron su camino de desarrollo vendiendo materias primas. Pero, lamentablemente, no es así. Según un informe de la Brookings Institution, Nigeria ya ha superado a India en el número de personas que viven en la pobreza extrema (personas que viven con menos de 1,90 dólares al día), con al menos 87 millones de personas en estas circunstancias frente a los 70,6 millones de India.

La lógica de algunos parece predecir que si un país tiene abundancia de recursos naturales, debería mostrar altos niveles de desarrollo. Sin embargo, por contraintuitivo que pueda parecer, los resultados de un gran número de países abundantes en estos productos básicos no avalan esta hipótesis, y Nigeria no es una excepción.

En su libro Resource Abundance and Economic Development, Richard M. Auty, profesor de geografía económica de la Universidad de Lancaster, subraya que la presencia de recursos naturales en grandes cantidades no predestina a un país a la prosperidad. Refiriéndose a lo que describe como la «maldición de los recursos» o «paradoja de la abundancia», sostiene que los países con una gran abundancia de estos productos (como los combustibles fósiles y ciertos minerales) tienden a tener menos crecimiento económico, menos democracia y peores resultados de desarrollo que los países con menos recursos naturales. Según su estudio, este problema suele radicar en las decisiones económicas sobre el uso de los ingresos procedentes de la extracción y comercialización de estos recursos naturales. Auty explica que la abundancia de ingresos procedentes de estos negocios en las naciones subdesarrolladas tiende a facilitar que los políticos y las autoridades burocráticas los malgasten en inversiones poco rentables y gastos ostentosos, lo que muy a menudo conduce a la corrupción. Este «efecto voracidad», como lo llama Auty, casi siempre acaba provocando un estancamiento del crecimiento por el mal uso y el abuso de los fondos públicos.

En algunos casos, el panorama africano es tan desolador que parece imposible que este desafortunado grupo de países pueda llegar a desarrollarse y romper el círculo vicioso de la pobreza. Mientras los países asiáticos y latinoamericanos abandonan poco a poco el subdesarrollo (los primeros más rápido que los segundos), los políticos africanos han abonado la región con un atraso perpetuo.

Pero eso no durará para siempre, y el continente está cambiando drásticamente. La pobreza en África es un problema mundial que habrá que resolver en las próximas décadas. Pero, por desgracia, queda mucho trabajo por hacer. El socialismo africano al estilo de Nkrumah fracasó estrepitosamente, al igual que el mercantilismo auspiciado por los dictadores y burócratas de la región en los últimos veinte años, que no ha hecho sino enriquecer a las élites y cronificar la corrupción, el nepotismo y las guerras por el control del aparato estatal en todo el continente.

Por supuesto, las raíces de la pobreza africana son probablemente más profundas de lo que se aborda en este artículo, pero quizá quede por demostrar qué catapultó al primer mundo a países como Corea del Sur o Taiwán, que eran solemnemente pobres en los años cincuenta. Tal vez la asignatura pendiente de los africanos sea abrir sus economías, abrazar la globalización, asegurar el marco legal para que las inversiones fluyan con garantías y establecer un auténtico Estado de Derecho donde sea la ley la que mande, no el populismo.

* Jorge C. Carrasco es un periodista cubano independentiente y coordinador de Estudiantes por la Libertad.

Fuente: La Fundación para la Educación Económica

Las opiniones expresadas en artículos publicados en www.fundacionbases.org no son necesariamente las de la Fundación Internacional Bases

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