El llamado “reordenamiento urbano” propuesto por el gobierno de la ciudad ha motivado importantes críticas por parte de numerosas entidades rosarinas, que van desde el Colegio de Arquitectos, pasando por grandes compañías constructoras hasta la Asociación de Empresarios de la Vivienda. Entre las múltiples objeciones elevadas, podríamos destacar las siguientes: a) caída de la renta de la tierra; b) aumento de expensas y alquileres; c) incremento del precio de las propiedades; d) fuerte baja de la actividad de la construcción con la consecuente destrucción de fuentes de trabajo.
Si bien está lejos de ser exhaustiva, la lista que presentamos arriba, creemos, muestra claramente el espíritu de las críticas hasta ahora planteadas a propósito del proyecto municipal: el temor ante los descalabros económicos que éste podría provocar.
Ciertamente quien escribe estas líneas concuerda en su mayoría con las observaciones que se hacen respecto del “plan de ordenamiento”. Sin embargo, nos parece que las mismas, más allá de los importantes puntos que ponen de relieve, pecan por lo que omiten. Nos referimos puntualmente a que el proyecto municipal, lisa y llanamente, propicia una violación sistemática, abusiva y brutal de los derechos de propiedad de los rosarinos. El principal problema –soslayado hasta donde sabemos por los críticos de la iniciativa- consiste en esta intervención violatoria; los demás inconvenientes arriba mencionados se suceden por añadidura (de hecho, las distorsiones en los precios y la desocupación involuntaria son de los más característicos “efectos secundarios” del intervencionismo estatal y de las violaciones a los derechos de propiedad).
Es más, buena parte de quienes (ahora) se rasgan las vestiduras por la regulación municipal no parecen tener siquiera noticia del ordenamiento lógico de la problemática que tratamos y obran de la misma forma que quien pone el carro delante de los caballos. Así, por ejemplo, el suplemento local “Rosario/12” del día 24 de mayo reproduce las siguientes declaraciones de una encumbrada autoridad del Colegio de Arquitectos de nuestra ciudad: “no somos partidarios de dejar todo en manos del mercado, por citar un ejemplo estuvimos de acuerdo en las limitaciones fijadas en el boulevard Oroño para que conserve su espíritu señorial. Pero hay que implementar reglas que no afecten a la actividad de la construcción”. Con esta manera de razonar, que no objeta el mecanismo violatorio en cuanto tal sino meramente su nivel de gradación, muchos de quienes serán terriblemente afectados por la futura norma no hacen más que entregarle al gobierno municipal las varas con las que serán azotados.
Aprovechando astutamente esta confusión, las autoridades de la ciudad, ocultan la expoliación a la que someterán a los ciudadanos a través de una entelequia con la que machacan constantemente: la supuesta protección del “patrimonio histórico arquitectónico”. De esta noción difusa, junto a otras tales como “casonas de valor patrimonial” o “identidad urbana”, se valen nuestras autoridades, con una eficacia pavorosa, para des-proteger y violentar a todos los verdaderos y legítimos propietarios que hay en Rosario. Así, el justo título de propiedad y la libre disposición que el mismo implica quedan supeditados a criterios tan arbitrarios y falaces como el goce estético que algún funcionario pueda experimentar caminando por nuestra ciudad.
Por todo esto, de ser aprobada la normativa propuesta por el ejecutivo rosarino, habrá un cambio substancial dentro del ámbito de los derechos de los propietarios rosarinos (actuales y futuros): tendrán que lidiar con un “condómino” estatal caprichoso y privilegiado que, va de suyo, no asumirá ninguna de las obligaciones correspondientes a la propiedad (vgr.: pago de impuestos, responsabilidades civiles), pero sí contará con poder de veto en lo que concierne a su disposición. Puede observarse sin mayor dificultad que nuestras autoridades se sitúan a sí mismas en el mejor de los mundos posibles, mientras que al ciudadano de a pie le dejan reservada la región más calurosa del infierno.
Dos comentarios finales. El primero tiene que ver con la gran ironía que supone el proyecto de prohibición, puesto que las edificaciones que ahora se quieren preservar, fueron construidas por particulares persiguiendo sus propios intereses en un ámbito abierto y libre de regulaciones. Es decir, la municipalidad, cual bombero pirómano, busca destruir buena parte de las condiciones de posibilidad de ese florecimiento urbano en pos de preservar el “patrimonio arquitectónico”. La segunda observación refiere a que creemos que la propuesta regulatoria delata una gran desconfianza respecto del presente y una primacía del pasado entre las principales motivaciones de la norma. Pues no caben dudas que un “conservacionismo” tan exacerbado como el propuesto por el municipio no puede sino estar anclado en una mayor valoración de la contribución que han hecho a la ciudad quienes nos precedieron que en la que podemos hacer nosotros. Paradójicamente entonces, quienes se llenan la boca con la palabra “progreso”, contribuyen impetuosamente a instaurar un quietismo retrógrado, un férreo ordenamiento burocrático y una conservación forzosa y coactiva –todas aristas de lo que constituye sin duda alguna “la flor y nata” del conservadurismo más rancio.