Hace un tiempo, mi gran amigo Pablo, estuvo de visita en la que es su ciudad: Rosario. Emigrado junto a su encantadora esposa, vive en Israel desde hace casi cuatro años. Quienes lo conocen saben, que entre sus múltiples cualidades, se encuentra la de poseer una notable lucidez. Así, no es de extrañar que una tarde, tomando un café en un bar del centro, Pablo comentó una circunstancia muy interesante que le ha tocado experimentar en Israel y que –pese a parecer lejana en un principio- muy bien puede relacionarse con los efectos benéficos del libre mercado, la importación y la competencia.
La cuestión es la siguiente: desde la caída del Muro de Berlín y la consecuente implosión del imperio soviético, muchas personas que vivían en Rusia, al recobrar la libertad de movimiento, han emigrado hacia Israel. Buena parte de esta corriente migratoria está compuesta por mujeres de una belleza y encanto dignos de los mejores tesoros del Zar. Hecho que no tardó en marcar un pronunciado contraste entre las recién llegadas y las nativas. Sucede que, no obstante las israelíes son mujeres ciertamente bonitas, Pablo me comentaba que las mismas carecían, por decirlo de alguna manera, de un adecuado desarrollo del sentido de la coquetería. Acostumbrado a la situación celestial de Rosario, mi amigo empero no tardó en advertir que quizás el mayor problema de las féminas en su nuevo entorno no era de fondo sino de forma: se trataba principalmente de una inercia instalada entre las israelíes, vaya uno a saber por qué motivo, que las hacía tender al desaliño. O como he escuchado mil veces entre amigos que han visitado Israel, muchos de ellos por períodos prolongados, “las chicas de allá no se arreglan”.
Afortunadamente, esta situación ha cambiado de manera drástica. Pues, como decíamos arriba, el ingreso de las chicas rusas no pasó inadvertido, ni para los hombres (¡lógicamente!) ni tampoco para las mujeres locales. Lo que sucedió entonces no fue, como las falacias proteccionistas suelen sugerir, que las mujeres nativas se hayan quedado sin pareja. Sin embargo, muchas de ellas se vieron en la necesidad de ponerse a tono con el nuevo “competidor extranjero” (es decir, las espléndidas chicas rusas). Mas esta competencia, lejos de ser salvaje o despiadada, redundó en un fenómeno de tipo cooperativo. Pues el ingreso de las chicas rusas al mercado ayudó a las chicas de “industria nacional” a dar un salto de calidad estético y alcanzar un nivel de belleza y sofisticación que no se había visto nunca en Israel. Lo que significa que la “competencia extranjera” ayudó a las “locales” a dar lo mejor de sí –demostrando además que las chicas israelíes nativas nada tenían que envidiarles a las llegadas desde Rusia (ni de otras latitudes).
Acostumbrados como estamos a demonizar la competencia, más aún cuando la misma es “extranjera”, ejemplos como este pueden mostrarnos cómo la misma no produce escenarios apocalípticos sino que, al contrario, genera situaciones en las que todos mejoran su situación. De forma tal que los hombres israelíes (o “consumidores”) gozan, desde hace un tiempo, de un aumento envidiable en el nivel de la belleza femenina que los rodea; mientras que las mujeres de “industria nacional” mejoraron espectacularmente su aspecto, viéndose ahora mucho más guapas de lo que se veían hace cinco años atrás… pues como afirma el conocido apotegma: “no hay mujeres feas sino mujeres que no se arreglan”. La entrada de la “competencia” rusa les hizo redescubrir esa faceta, algo rezagada, a las integrantes del “mercado local”.
Cabría, por otro lado, preguntarse qué hubiera sucedido si, en lugar de dejar que la competencia eleve los estándares, las mujeres israelíes hubiesen conformado asociaciones de lobby en pos de “actuar en defensa de los intereses del sector” o “promover todas las medidas necesarias que hagan a la defensa de la industria nacional”. Ni que hablar si, directamente, el Estado hubiese tomado cartas en el asunto, aduciendo alguna insensatez tal como, por ejemplo, “nos invaden porquerías importadas”. En una situación así bien podrían suponerse medidas arancelarias o proteccionistas tales como “racionamiento de maquillajes y perfumes” para las recién llegadas, “subsidios para la compra de ropa de diseñador” a favor de las chicas nativas o “trabas al ingreso de mujeres extranjeras menores de cien años”.
Descabelladas como suenan para el caso que venimos relatando, legislación de muy parecida redacción e idéntico espíritu rige lamentablemente para “productos” infinitamente menos importantes que la belleza femenina, tales como las camisas o las heladeras.