En los últimos días nos hemos enterado que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ha fijado una prohibición de fumar en lugares públicos, similar a la normativa con la que cuenta nuestra ciudad desde hace un tiempo. De ahí que creemos interesante abordar nuevamente este problemático tipo de regulaciones.
Todo parecería indicar que la persecución contra los fumadores apunta hacia una criminalización de su “degradante” actividad. A la cabeza de esta cruzada se encuentran los Estados Unidos –pioneros en este tipo y otros de prohibiciones (vale recordar la tristemente célebre Ley Seca que tantos estragos produjo). Por este motivo, llama poderosamente la atención que el espectro político argentino en su conjunto, incluidos fervorosos militantes anti-yankees siempre dispuestos a prender fuego la bandera de barras y estrellas, se encuentre completamente abroquelado en torno a este tipo de leyes moralizantes. Tal como afirmaba jocosamente un destacadísimo economista norteamericano en una cena informal de la que participé, sería de gran utilidad que en este caso se recurriese al “anti-imperialismo” para evitar medidas tan desatinadas.
Pero continuando, como decíamos, da la impresión que con lo que nos encontramos es con una cruzada de inspiración moral. Tal es así que los “altruistas” funcionarios públicos parecerían dispuestos a proteger a toda costa a los ciudadanos –incluso de los daños que ellos se hagan a sí mismos. De cualquier forma, esta novedosa moralina posmoderna no ha de subestimarse en absoluto, ya que nuestros “protectores” estatales poseen una gran astucia. Precisamente por ella afirman que su cruzada es en favor de la protección de pobres e indefensas “víctimas” inocentes: los no fumadores, también conocidos como fumadores pasivos. Así, intentan legitimar para este caso tanto la intromisión en la vida de las personas como el armado de brigadas delatoras con objetivos “multadores” o, lisa y llanamente, la intervención policial. A semejanza de la inquisición, que quemaba personas para salvarlas, el flamante aparato de vigilancia opera con el fin de “salvar” a la vez a los “enfermos” que fuman y a sus “víctimas” pasivas.
Más adelante nos propondremos mostrar que las verdaderas motivaciones de la persecución del cigarrillo van más allá del deseo supuestamente “benevolente” de “protección”. Sin embargo, primero consideremos lo siguiente: qué penoso resulta que los no fumadores, gran mayoría según todas las estadísticas –incluso las oficiales-, hayan tenido como único recurso eficaz para defender su derecho al “aire puro” que recurrir al estado y apelar a una ley tan paternalista como violatoria de los derechos de propiedad. ¿O acaso alguien, exceptuando al bizarro Ginés González García, cree que los gastronómicos apuestan por brindar a sus clientes el ambiente más desagradable posible? Desde esta misma columna, Martín Sarano ya ha advertido acertadamente que deserciones masivas de consumidores ofuscados por el humo hubieran provocado con seguridad la atención de sus demandas anti-tabaco. No obstante, daría toda la impresión que semejante rebelión nunca tuvo lugar, lo que plantea, al menos, dos preguntas: cuán afectados se sentían realmente los no fumadores en los “intoxicantes” establecimientos y con qué ímpetu están dispuestos a demostrar su desacuerdo en caso de gran molestia. Lamentablemente ya es demasiado tarde dado que el ogro filantrópico tiene este asunto entre sus garras y para darle solución no se le ha ocurrido mejor idea que violar los derechos de propiedad de todos y cada uno de los dueños de bares y restaurants de Rosario y Buenos Aires, entre otras ciudades. Incluso, pese a que se desconoce hasta la fecha algún caso de alguien forzado a consumir su almuerzo en determinado establecimiento o de algún particular coercionado para trabajar como mesera/o en tal o cual bar de la ciudad, la “providencia” estatal inquisidora no ha dudado en asistirlos aún cuando para llevar adelante tal ayuda deba violentar los deseos y gustos de propietarios y clientes. Este daño colateral parecería no importarle. En otras palabras, nadie está obligado ni a entrar ni a permanecer ni a trabajar en locales adonde sus propietarios permitan fumar. Tal es una decisión que de manera exclusiva pertenece a cada propietario. Por su parte, tanto empleados como especialmente consumidores, pueden libremente decidir en qué ámbitos trabajan, desayunan, almuerzan, cenan o toman un café, respectivamente. Nadie puede dudar que sí el reclamo contra el cigarrillo se hubiera traducido en mesas vacías o airados reproches ante encargados, los mismos dueños de establecimientos hubieran realizado las modificaciones correspondientes para mantener y acrecentar su clientela. Además, resulta llamativo que si las cosas fueran tal como las hace aparecer el gobierno, no hayan florecido por sí solos los bares de “aire puro”.
Lo dicho hasta ahora pone de manifiesto que la inexistencia de una sociedad civil activa, ya sea para protestar cuando se siente incómoda o para manifestar desaprobación ante iniciativas legales aberrantes, da vía libre a las más virulentas y contraproducentes intromisiones estatales.
Ahora bien, al margen de lo ya expuesto, creemos necesario abordar la razón de fondo por la cual el estado emprende la caza de fumadores. Tal razón es la de los “costos” que éstos provocarían al sistema de salud pública. Más allá de su solapamiento, debido a su carácter vergonzante, la misma conforma a nuestro juicio la principal motivación de la cruzada anti-tabaco. La gravedad de esto consiste en que no es un argumento carente de fuerza o, si se quiere, de verosimilitud. Combinado con una sociedad civil incapaz de arbitrar situaciones por sí misma, la tendencia estatal hacia la intrusión en la esfera individual privada parece perfilarse hacia una profundización alarmante.
¿Por qué una proyección tan sombría? Porque para desenmascarar el sofisma eficientista y reductor de costos resultan imprescindibles personas dispuestas a apostar por su libertad personal en lugar de por las (falsas) seguridades que les finge garantizar “papá estado”. Vale consignar que una situación tal no parece ser la actual. Por el contrario, lo que sí constituiría un dato objetivo de la realidad es que por doquier hallamos “servicios” públicos, los cuales en cualquier momento pueden actuar de disparador para nuevos avasallamientos.