Para nadie es un secreto que el argentino Jorge Luis Borges es uno de los autores más destacados de la literatura. Sus singulares relatos, que exploran la eternidad, el dolor, el tiempo y la metaficción, le han convertido en una referencia obligada en este ámbito.
A pesar de su carácter introvertido, de la ceguera que le invadió en sus últimas décadas y de su innegable inofensividad, Borges pasó los últimos años de su vida anulado por su acérrima defensa del individualismo por un mundo académico y literario cada vez más comprometido con las causas colectivistas.
A diferencia de los autores del boom latinoamericano, formado por el colombiano Gabriel García Márquez, el argentino Julio Cortázar, el mexicano Carlos Fuentes -que más tarde retiraría su apoyo al castrismo- y el peruano Mario Vargas Llosa -que hizo lo mismo que Fuentes, y se convirtió en un gran liberal clásico-, Jorge Luis Borges nunca apoyó la revolución cubana ni se manifestó a favor de ningún movimiento que tratara de realzar la figura del colectivo por encima del individuo. Esto lo tuvo muy claro el escritor argentino desde muy joven.
«El más urgente de los problemas de nuestro tiempo (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la paulatina injerencia del Estado en los actos del individuo; en la lucha contra este mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontrará justificación y deberes», escribió Borges en «Nuestro pobre individualismo» en Obras Completas II.
Jorge Luis Borges recibió en 1980 el Premio Miguel de Cervantes por su obra global, el galardón literario más importante en lengua española. Sin embargo, a pesar de haber sido candidato al Premio Nobel de Literatura durante más de 20 años, nunca recibió el reconocimiento que se le otorgó durante ese tiempo al comunista chileno Pablo Neruda en 1971, o al amigo personal de Fidel Castro, Gabriel García Márquez, en 1982.
María Kodama, la esposa del fallecido Jorge Luis, cuenta que con motivo de un doctorado honoris causa que le concedió la Universidad de Chile en 1976, el escritor programó una visita al país austral donde entonces gobernaba el dictador Augusto Pinochet. Cuando las autoridades del Nobel se enteraron del viaje que Borges tenía previsto realizar, le llamaron desde Estocolmo para intentar disuadirlo, a lo que el escritor respondió: «Mire, señor; le agradezco su amabilidad, pero después de lo que me acaba de decir mi deber es ir a Chile. Hay dos cosas que un hombre no puede permitir: los sobornos o dejarse sobornar. Muchas gracias, buen día».
Borges huye de la política
Borges -autor de obras como Ficciones, El Aleph y otros relatos y El libro de arena– siempre trató de desvincularse de cualquier tipo de lucha política. Sin embargo, no pudo evitar sincerarse cada vez que le preguntaban en las entrevistas por sus posiciones ideológicas, o por su antiperonismo tan decidido.
«Nunca he pertenecido a ningún partido, ni soy representante de ningún gobierno… Creo en el Individuo, no creo en el Estado. Quizás no soy más que un anarquista pacífico y silencioso que sueña con la desaparición de los gobiernos. La idea de un máximo del Individuo y un mínimo del Estado es lo que me gustaría hoy», decía Borges, que se declaraba seguidor del anarquismo liberal spenceriano, algo muy parecido a lo que hoy conocemos como libertarismo.
El escritor argentino no fue perdonado por su anticomunismo por los intelectuales de izquierda y la prensa, y esto valió, como ocurre hoy con quienes defienden las libertades individuales, insultos y barbaridades, por lo que se vio obligado a reflexionar sobre el asunto.
«Hay comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón», concluyó. Curiosamente, el comentario de Borges se ha mantenido en el tiempo, porque décadas después, los comunistas (y los colectivistas en general) siguen gritando «fascista» cuando alguien se opone a sus políticas coercitivas que atentan contra las libertades individuales.
A diferencia de la mayoría de los «intelectuales» de la época, Borges fue uno de los pocos que entendió que el nazismo y el comunismo, lejos de ser dos ideologías opuestas, eran monstruos de una misma vertiente colectivista e izquierdista, que pretendía que los individuos se sometieran al poder absoluto del Estado.
«Empiezas con la idea de que el Estado debe dirigirlo todo; que es mejor que una corporación dirija las cosas y no que todo «se deje al caos, o a las circunstancias individuales»; y llegas al nazismo o al comunismo, claro. Toda idea comienza como una hermosa posibilidad y luego, bueno, cuando envejece se utiliza para la tiranía, para la opresión», escribió Borges.
Está claro que Jorge Luis Borges no era el típico intelectual que sonría ante los gobiernos para recibir premios, dinero y aplausos. Fue, desde el principio, fiel a sus ideas, y criticó -como pocos- la ineficacia de los Estados para gestionar la vida de las personas, y siempre trató de crear conciencia en la humanidad sobre la importancia de proteger los derechos de la mayor minoría sobre la faz de la tierra: el individuo.
«Para mí, el Estado es ahora el enemigo común», dijo. «Yo querría -lo he dicho muchas veces- un mínimo de Estado y un máximo de individuo».