Con frecuencia, políticos, economistas y periodistas de las regiones más desarrolladas del mundo —EE. UU., Japón, Europa— expresan sus deseos de que el sector industrial tenga un mayor peso específico en el conjunto del PIB nacional. La crisis por la covid-19 ha reavivado este debate. Las justificaciones de esta vuelta al nacionalismo industrial son diversas, pero tienen un denominador común: la reducción de la división internacional del trabajo y la inevitable pérdida del nivel de vida de los consumidores.
Un primer mito es que la crisis ha puesto de manifiesto la «debilidad» que supone la dependencia exterior. Supuestamente, la seguridad de un país exige que la producción de bienes «estratégicos» resida dentro de sus fronteras. Permítanme una pequeña digresión: la categoría de sector estratégico o bien estratégico es arbitraria y en ella cabe cualquier cosa, desde una central eléctrica hasta una fábrica de mascarillas.
Un segundo mito es que la industria es un sector económico preferible a los servicios y que la deslocalización de empresas hacia países del tercer mundo ha sido un error en términos de riqueza y empleo. Por ejemplo, en Francia, el gobierno de Macron ha instado a los grupos Renault y PSA a relocalizar su producción en suelo nacional, a cambio de subsidios. En España, la crisis del sector turístico, unido a los anuncios de cierre de las plantas de Nissan (Barcelona) y Alcoa (La Coruña y Avilés) han «puesto en valor» el sector industrial. España tiene 17 fábricas de coches y es la octava potencia mundial en producción de vehículos, pero todas las plantas pertenecen a multinacionales que tienen sus centros de decisión fuera de España. Si cada país se dedicara a «repatriar» su producción industrial se produciría una drástica reducción del nivel de vida a nivel global.
1. El mito de la «dependencia»
Durante la pandemia por la covid-19 la escasez de ciertos productos ha resucitado el mito de la dependencia exterior. Según esta tesis, un país debe ser autosuficiente para producir determinados bienes catalogados por su gobierno como «estratégicos». El nacionalismo económico y su corolario, la autarquía, no son nuevos. Recordemos la doctrina alemana del «espacio vital» o Lebensraum, o la japonesa «Esfera de coprosperidad de la Gran Asia Oriental». Veamos los errores de este miedo irracional a que las empresas extranjeras, por alguna extraña razón, interrumpieran el suministro de productos de extrema necesidad.
En primer lugar, los consumidores siempre dependen de los productores y viceversa. La dependencia es mutua. Es inverosímil que los empresarios actúen de una forma contraria a sus propios intereses. Los amantes de las teorías conspirativas suelen menospreciar la fuerza del ánimo de lucro. Los gobiernos prefieren que la fabricación sea nacional porque no tienen poder sobre los fabricantes foráneos; en cambio, una empresa en suelo nacional puede ser legalmente intervenida y su producción confiscada. Esto último, como hemos visto recientemente, lejos de ser un remedio, agrava la escasez y supone un grave perjuicio para los consumidores. El interés del consumidor no es el control político de la producción, sino la total libertad económica (Molinari, 1977: 6):
Si hay una verdad bien establecida en economía política, es esta: Que en todos los casos, y para todos los bienes que sirven para satisfacer las necesidades materiales o inmateriales del consumidor, el interés del consumidor consiste en que el trabajo y el intercambio permanezcan libres, porque la libertad de trabajo y de intercambio tienen como resultado necesario y permanente la máxima reducción del precio de las cosas.
Por tanto, en caso de crisis, lejos de buscar la seguridad de la producción nacional, es del máximo interés para los consumidores que la producción se mantenga libre a nivel global. Cuanto más internacionalizada esté la producción, mucho mejor.
Un segundo mito es la dependencia estructural. Algunos dicen:[1] «Hay que acabar con la dependencia del turismo», otros piensan que el «monocultivo» del turismo es un riesgo y que convendría diversificar más la economía. Todas estas críticas tienen un cariz constructivista y ya hemos señalado en otros artículos que la realidad económica de un país no puede modificarse mediante simples actos de la voluntad. Cuando los representantes del agro y de la industria se reúnen para pedir al gobierno que «apueste» de verdad por ellos, en el fondo, están pidiendo dinero público y privilegios para sus respectivos negocios, tal y como sucede con las ayudas al sector del automóvil.
2. ¿Es la industria mejor que los servicios?
El economista Colin Clark dividió la producción en tres sectores: primario —agricultura, pesca y explotación forestal—, secundario o industria —minería, energía, manufacturas, construcción— y terciarioo servicios —transporte, comercio, turismo, finanzas y servicios públicos— (Gandoy y Picazo, 2017). En el mes de abril afirmábamos que dividir los bienes económicos en clases —esenciales vs no esenciales— era un acto arbitrario, inútil y confuso (Mises, 2011: 148). Mutatis mutandi, cometemos idéntico error al establecer que un específico sector económico es mejor o preferible a otro. Por ejemplo, los trabajadores agropecuarios —en línea con los fisiócratas—[2] afirman que el sector primario es el más importante porque sin alimentos no podríamos sobrevivir. Los sanitarios, por su parte, dicen otro tanto: «la salud es lo primero». Sin la industria farmacéutica —dicen otros— los médicos estarían completamente desarmados. Los docentes afirman que la educación es la base de todo el sistema social y económico. Así, cada cuál arrima el ascua a su sardina. Mi suegro Emiliano, que fue un gran electricista, hace muchos años fue requerido para reparar un apagón en mitad de una intervención quirúrgica. ¿A dónde queremos llegar? Como vemos, el sistema productivo es una red intrincada de acciones mutuamente dependientes sin que podamos establecer una jerarquía entre clases. En todo caso, establecer qué es más productivo es una cuestión subjetiva, relativa a una situación concreta y cambiante en el tiempo. La Teoría subjetiva del valor, descubierta por los escolásticos de la Escuela de Salamanca y sistematizada, en 1871, por Menger, Jevons y Walras, hizo estéril todo intento de establecer una jerarquía de bienes. Por otro lado, la utilidad no es una categoría genérica, sino marginal. Por tanto, en el ámbito de la acción humana carece de sentido ordenar jerárquicamente determinadas clases de bienes, formas de producción o incluso necesidades humanas, tal y como hiciera Maslow (2000) en su conocida pirámide.
3. ¿Es la estacionalidad del turismo un problema?
Quienes desean que haya más industria y menos turismo suelen afirmar que, debido a su carácter estacional, el turismo ofrece «inestabilidad» laboral y empleos precarios mientras que la industria ofrece empleo «estable y de calidad». Se trata del clásico mantra de sindicalistas y demagogos. Analicemos si la estacionalidad es un problema y, en su caso, su alcance.
En primer lugar, en España (excepto Canarias), sólo el turismo de sol y playa es estacional. El turismo de ciudad, urbano, cultural, de congresos, etc. funciona todo el año con bastante regularidad. En segundo lugar, la estacionalidad y los períodos de ocupación-desocupación, que tanto molestan a algunos, no son exclusivos del turismo: por ejemplo, las tripulaciones marítimas alternan trabajo y vacaciones durante varios meses seguidos; en la agricultura es frecuente el empleo de temporeros para la recogida de fruta (cereza, fresa, uva, aceituna); en el comercio hay épocas de mucha demanda —navidades, rebajas— donde se requiere empleados temporales; los feriantes y músicos tienen mucho más trabajo en verano debido a las fiestas populares; las estaciones de esquí solo funcionan en invierno, etc. ¿Acaso esto es malo? La estacionalidad en algunos negocios es una realidad inevitable que viene impuesta por el clima y por prácticas culturales, religiosas, sociológicas, etc. En tercer lugar, la estacionalidad puede mitigarse. Decía Henry Thoreau (2008:15) que las industrias y el comercio tenían la elasticidad del caucho. Empresarios, empleados y consumidores utilizan el sistema de precios para equilibrar las brechas entre oferta y demanda: en temporada alta suben los precios y en temporada baja, se reducen. Según nuestro compañero del IJM, Joaquín Pérez Cano, empresario turístico de Benidorm, la mayoría de hoteles están abiertos todo el año porque hay clientes del IMSERSO desde finales de octubre hasta mediados de mayo. Por otro lado, hay grupos de consumidores que utilizan la estacionalidad en sentido inverso; por ejemplo, muchos pensionistas del norte de Europa pasan la temporada de invierno en España y regresan a sus países en verano, lo cual equilibra parcialmente oferta y demanda. Por último, resulta arbitrario calificar como «precario» el trabajo temporal. Los temporeros no ven las campañas de recogida de fruta como un problema, sino como una oportunidad de obtener importantes (en términos relativos) ingresos económicos.
4. ¿Es la industria más rentable que el turismo?
Es cierto que el sector industrial, en promedio y dentro de un mismo mercado, paga salarios superiores al sector servicios. No podemos comparar el salario de un ingeniero con el de un médico, pero un administrativo, realizando un trabajo similar,[3] cobra más en una refinería que en un hotel. El sector petrolero paga los salarios más altos del mercado mientras que la hostelería paga los más bajos. Paradójicamente, en 2014, cuando Repsol realizaba prospecciones petrolíferas en Canarias, la oposición a la industria petrolera fue brutal. En esos años, los apóstoles del empleo «estable y de calidad» decían lo contrario: el turismo era muy bueno y la industria petrolera mala, ¿alguien lo entiende?
No es cierto que un sector productivo sea «mejor» que otro. Cada uno tiene sus peculiaridades, pero si deseamos que los salarios suban, debemos enfocar la mirada en la cantidad de capital acumulado. El salario tiende a igualar la productividad del trabajo, lo que a su vez depende de la tasa de capitalización (Benegas, 2014). En España, la solución no es sustituir el turismo por la industria, tal y como proponen los «enemigos de la realidad», sino invertir más capital en cada establecimiento. Por ejemplo, los hoteles pueden ser más eficientes aumentando la domótica y la cualificación del personal. Pero volvamos al argumento principal. Hemos dicho que la industria paga mejores salarios porque tiene mayor tasa de capitalización. Por tanto, aumentando la escala, concluiremos que un país más industrial gozará de superior nivel de vida. Por ejemplo, la renta per cápita en Alemania es 41.350 euros mientras que en España es 26.440 euros. Sin embargo, esta correlación no es del todo exacta. Dentro del sector terciario, existen subsectores —financiero, seguros— que pagan salarios superiores a la mayoría de las industrias, lo que explica la elevada renta per cápita de Luxemburgo: 102.200 euros (2,5 veces la alemana).[4]
5. ¿Son los países industriales los más ricos?
Cuando comparamos la estructura productiva de los países identificamos un patrón: aquellos con menor renta per cápita tienen un sector primario relativamente fuerte, los países intermedios tienen más industria y los países más ricos tienen una economía de servicios. Veamos el peso específico de los sectores secundario y terciario, respectivamente, en el P.I.B. de algunos países: España: 14,30% y 77,15%; Alemania: 21,83% y 72,36%; Francia: 12% y 81,27%; Italia: 17,5% y 76,65%; Luxemburgo: 5,8% y 88,46%; UE-27: 17,6% y 75,75%.[5] Por tanto, no es muy correcto afirmar sintéticamente que Alemania sea un país industrial y España uno de servicios. Sus estructuras productivas no son tan distintas. Sería más preciso decir que Alemania es estructuralmente «más» industrial que España. También China es estructuralmente «mucho más» industrial que Alemania, pero el gobierno chino, lejos de sacar pecho, desearía que su país tuviera una estructura productiva con mayor peso en el sector servicios, similar a la de EE.UU., Japón o Europa. El desarrollo económico de un país lleva aparejado un cambio en su estructura productiva que implica menos industria y más servicios; por ejemplo, en España, los pesos relativos en el P.I.B. eran, respectivamente, en 1985: 27% y 59,4%; y en 2016: 17,8% y 74%. Pero si medimos la participación en el empleo, la horquilla aumenta todavía más: 21,5% y 57%, en 1985, frente a 11,9% y 78,6%, en 2016.[6] En definitiva, los países más ricos no son (estructuralmente) los más industriales, sino los que tienen una economía basada en los servicios.
6. Conclusiones
El mito de la industria es la (falsa) creencia de que el sector secundario es mejor que la agricultura o que los servicios. La crisis por la covid-19, que golpea con mayor dureza al turismo, ha reavivado este debate aflorando una peligrosa amenaza: el resurgir del nacionalismo industrial. Este exige diversas formas de intervencionismo económico: a) subvencionar la creación de nuevas industrias (coches eléctricos, nuevas tecnologías); b) subvencionar la «repatriación» de aquellas fábricas que fueron trasladadas a países con menores costes de producción. c) dificultar el crecimiento de específicos sectores (moratoria turística) esperando que el capital se traslade a otras industrias más deseadas.
Las consecuencias del intervencionismo industrial son de sobra conocidas por la Ciencia económica (Rothbard, 2013): reducirá la libertad de mercado y la división internacional del trabajo, consumirá capital, reducirá los salarios reales y, en definitiva, mermará la calidad de vida de millones de consumidores.
Bibliografía
Benegas, A. (2014). «El rol de la desigualdad de ingresos y patrimonios» [Video file]. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=ZZ-mfv9-Ohs&t=833s
Gandoy, R. y Picazo, A. (2017). Economía española. Una introducción. Madrid: Civitas.
Maslow, A. (2000) [1943]. A Theory of Human Motivation. www.Abika. com
Menger, C. (2013) [1871]. Principios de economía política. [Versión Kindle]. Amazon.
Mises, L. (2011). La Acción Humana. Madrid: Unión Editorial
Molinari, G. (1977) [1849]. «Sobre la producción de seguridad».
Rothbard, M. (2013). Poder y Mercado. [Versión Kindle]. Guatemala: UFM.
Thoreau, H. (2008). Del deber de la desobediencia civil. Colombia: Pi.
[1] El Mundo, 18 de junio de 2020, p.24
[2] Los fisiócratas franceses del S. XVIII calificaron de «estériles» las actividades como la manufactura o el comercio.
[3] Nunca se realiza el «mismo» trabajo, ni dos personas, ni una misma persona.
[4] Fuente: Eurostat. National Accounts, 2019
[5] Ibidem
[6] Gandoy y Picazo, 2017. Fuente: Comisión Europea, AMECO
Fuente: Instituto Juan de Mariana