Nacido en Viena el 8 de mayo de 1899, el economista y filósofo político austriaco, Friedrich August von Hayek, vivió casi todo el siglo XX. Ganó el Premio Nobel de Economía en 1974 y murió en 1992 a los 92 años.
El siglo XX fue quizás el más colectivista desde el Imperio Incaico del XVI, una trágica ironía ya que Hayek ofreció al mundo algunas de las críticas más mordaces al veneno colectivista.
Las ideas de Hayek sobre el colectivismo están presentes en todas sus obras y se expresan especialmente bien en su libro clásico de 1944, Camino a la servidumbre. Se ofrecen aquí algunos extractos como homenaje a su persona en el 122º aniversario de su nacimiento. (Además, insto a los lectores que tengan un interés especial en este asunto existencial a que consulten la selección de lecturas que proporciono al final de este ensayo).
El colectivismo es una perspectiva de la vida y la acción humana. Considera a las personas como una masa que requiere una dirección unificada (si no unánime). El individualismo es lo opuesto porque ve a la «humanidad» como algo abstracto, compuesto por individuos únicos, cada uno con una mente y derechos propios. Mientras que un colectivista estaría dispuesto a someter al individuo a nociones como el voto de la mayoría o la «voluntad general», un individualista desconfía de cualquier persona o grupo que pretenda hablar en nombre de los demás sin su consentimiento.
Hayek señaló lo que debería ser obvio, pero que a menudo se pasa por alto, a saber, que los «planes» de la autoridad colectivista se imponen a expensas de los planes de los individuos. Esto significa que todas las formas de socialismo son, esencialmente, colectivistas y que todas las críticas al colectivismo se aplican al socialismo de una forma u otra. El socialismo utiliza invariablemente una retórica colectivista y, lo que es más importante, intenta alcanzar sus fines con métodos colectivistas. En conjunto, las contribuciones de Hayek y su mentor Ludwig von Mises constituyen un desmantelamiento tan completo y poderoso de la visión socialista que la única respuesta efectiva de los socialistas ha sido ignorarlas.
«Casi todos los puntos que se disputan entre los socialistas y los liberales [clásicos, de libre mercado]», escribe Hayek, «se refieren a los métodos comunes a todas las formas de colectivismo y no a los fines particulares para los que los socialistas quieren utilizarlos…»
Por ejemplo, casi todos están a favor de la educación en abstracto. Un individualista fomentaría una multiplicidad de métodos e instituciones para adquirirla mediante la elección personal y el emprendimiento privado. Un socialista apoya un enfoque colectivo: escuelas estatales, planes de estudio estatales, mandatos de autoridades, una talla única. Un individualista nunca homogeneizaría la educación por mandato. Incluso podría citar a Mao y hablar en serio: «¡Que florezcan cien flores!» Un colectivista como el socialista Mao no vería ningún propósito en el florecimiento de cien flores excepto para cortarlas hasta convertirlas en muñones comunes y obedientes.
Para un colectivista, dejar las flores solas o permitir un sinfín de variedades de ellas equivale, señala Hayek, a no tener ningún plan. Los planes de los individuos son un caos por definición, mientras que los planes de la autoridad centralizada son de algún modo inherentemente racionales. «Lo que nuestros planificadores exigen», dice Hayek, «es una dirección central de toda la actividad económica de acuerdo con un plan único, que establezca cómo los recursos de la sociedad deben ser «conscientemente dirigidos» para servir a fines particulares de una manera definida».
Esta distinción se reduce a esto: ¿Debe haber competencia o no? El individualista respondería a esta pregunta con un entusiasta «¡SÍ!» porque la competencia implica elección individual, responsabilidad y una tendencia a la eficiencia. Implica experimentación, y que los consumidores, mediante su libre elección, decidan en última instancia qué planes producen los mejores resultados. El colectivista es instintivamente contrario a la competencia porque el plan que él quiere podría no ser el que otras personas elijan en un ámbito competitivo. Una sociedad libre e individualista, explica Hayek,
…considera que la competencia es superior no sólo porque es, en la mayoría de las circunstancias, el método más eficiente que se conoce, sino aún más porque es el único método por el que nuestras actividades pueden ajustarse unas a otras sin la intervención coercitiva o arbitraria de la autoridad. De hecho, uno de los principales argumentos a favor de la competencia es que prescinde de la necesidad de un «control social consciente» y que da a los individuos la oportunidad de decidir si las perspectivas de una determinada ocupación son suficientes para compensar las desventajas y los riesgos que conlleva.
La elaboración de políticas colectivistas es ineludiblemente la cumbre de la arrogancia. No es la sabia empresa de un omnisciente y benévolo Mago de Oz. Como en la película, el «mago» resulta ser un mortal más (o sus lacayos) detrás de la cortina colectivista, que pretende ser más inteligente y más grande que el resto de nosotros. ¿Por qué sus planes deberían tener prioridad sobre los de los demás humanos? Puedes afirmar, como hacen los colectivistas, que representa a la mayoría más uno, o que posee intenciones superiores, o lo que sea, pero no puedes explicar el hecho de que tales afirmaciones no son más que presunciones arrogantes. La planificación colectivista se basa en el principio de «el poder hace el bien».
A los estudiantes de hoy se les enseña a menudo que en el «espectro político» imaginario, el socialismo y el comunismo están «a la izquierda del centro» y el capitalismo y el fascismo están «a la derecha del centro». Como escribí en un ensayo reciente, «El único espectro que tiene sentido«, esto es terriblemente engañoso. El socialismo, el comunismo y el fascismo son frutos en la misma semilla colectivista. Hayek sostenía que todos ellos despreciaban tanto la competencia como al individuo y tenía la razón.
«La idea de una centralización completa en la dirección de la actividad económica sigue horrorizando a la mayoría de la gente», escribió Hayek, «no sólo por la estupenda dificultad de la tarea, sino aún más por el horror que inspira la idea de que todo se dirija desde un sólo centro».
En el capítulo diez del Camino de servidumbre («Por qué los peores llegan a la cima»), Hayek asesta un golpe del que los colectivistas nunca se recuperarán. ¿Por qué? Porque se basa fundamentalmente en un argumento moral:
El principio de que el fin justifica los medios se considera en la ética individualista como la negación de toda moral. En la ética colectivista se convierte necesariamente en la regla suprema; no hay literalmente nada que el colectivista consecuente no esté dispuesto a hacer si sirve «al bien colectivo», porque «el bien colectivo» es para él el único criterio de lo que debe hacerse. La razón de ser, en la que la ética colectivista ha encontrado su formulación más explícita, no conoce otro límite que el establecido por la conveniencia -la adecuación del acto concreto al fin previsto-… No puede haber ningún límite a lo que el ciudadano [del Estado colectivista] debe estar dispuesto a hacer, ningún acto que su conciencia le impida cometer, si es necesario para un fin que la comunidad se ha fijado o que sus superiores le ordenan alcanzar.
Friedrich August von Hayek era un intelectual de tamaño gigante. No es necesario ser un intelectual para apreciarlo. Simplemente hay que ser un individuo que aprecie el hecho de que todos somos individuos, y que sólo Dios mismo es apto para planificar la vida o la economía de los demás.