Fuente: Fundacion Bases
En primer lugar, quisiera agradecer muy sentidamente a la Fundación Bases, en la persona de su presidente Federico N. Fernández, por esta invitación por la que me siento muy honrada. Y, por supuesto, a todos Ustedes por su presencia y atención.
Hoy se cumplen 22 años de aquel día en el que el anhelo de Ronald Reagan al pedirle a Gorbachov que derribara el Muro de Berlín se concretó, pero de una manera sustantivamente mejor y más representativa: no fue Gorbachov el que ordenó la demolición del muro, sino que fueron las personas, individuos, sujetos particulares quienes por sí mismos tomaron las herramientas, no las armas, y derribaron ese deplorable monumento a la esclavitud moral que instauró el comunismo en Rusia y en los países del Este europeo por más de 70 años.
Es un momento histórico que amerita una celebración sentida e indiscutida, ya que no fue “el capitalismo”, en el sentido peyorativo que el socialismo y los colectivismos generalmente le endilgan, el que ganó; sino que fueron los principios de la Libertad y los derechos personales quienes lo hicieron. Los que, por supuesto, incluyen e incorporan a los derechos económicos y patrimoniales, pero los exceden largamente.
Recuerdo que en esa época (yo tenía 20 años, por favor obvien la cuenta de cuántos tengo hoy) había un ambiente general de alegría y tranquilidad. Aún en quienes no adherían puntualmente a los principios e ideas liberales y capitalistas, ya que el fin de la guerra fría significaba -en términos generales- el fin de amenazas nucleares y espionajes cruzados.
En 1992 Francis Fukuyama nos shockea con su libro “El fin de la historia”, en el que básicamente plantea el éxito del capitalismo por sobre los colectivismos, lo que en breves palabras significa el fin de las ideologías y las interpretaciones históricas propuestas por Marx y Engels, entre otros.
En noviembre mismo de 1989, el economista británico John Williamson acuñó el término “Consenso de Washington” para proponer 10 medidas aplicables a todos los países, en un recetario que reflejaba el ideario liberal que podríamos resumir en el respeto a la libertad y a la propiedad privada.
La caída del muro y la derrota del comunismo soviético (lamentablemente no de todos los comunismos) llevó a la convicción generalizada de que esas medidas debían ser las adecuadas, y en Sudamérica subieron al poder gobiernos como los de Menem aquí, Fernando Collor de Melo en Brasil, Fujimori en Perú y Salinas de Gortari en México, quienes respondieron hábilmente a esas demandas y tendencias. Desgraciadamente, la realidad terminó demostrando que fueron hábiles simuladores que no sólo no introdujeron los principios cabales de la libertad y el estado de derecho, sino que la corrupción y la falta de escrúpulos que dañaron seriamente a las ideas de la libertad, tan lejanas al ejercicio de sus gobiernos.
22 años después, podemos decir, creo que con bastante certeza, que Fukuyama se equivocó “fiero”, y que la historia no sólo no ha terminado sino que el éxito que hoy estamos celebrando parecería diluido en contraste con los muchos muros todavía en alto, que -en mi opinión- restan demoler. Por supuesto, los que voy a mencionar son tan sólo dos de ellos, a los que elegí por la gravedad de su impacto y por la vigencia coyuntural.
Los liberales creemos que la clave del éxito reside en el respeto por la vida, la libertad y la propiedad privada, y aunque el gran tucumano no lo incluyó en la Constitución de 1853, también en el derecho a perseguir la propia felicidad.
De ahí que considero que el primero a mencionar, el más importante de todos, es el muro de la pobreza y la miseria que los colectivismos levantan día a día. No es un muro material, una muralla como el Muro de Berlín, pero es de una entidad y solidez apabullantes porque está construido de principios y valores directamente contrarios a los valores que el liberalismo abraza: los valores del respeto irrestricto al individuo, su vida, su libertad, su propiedad, su dignidad…
Y creo que este muro es tan difícil de derribar porque es un muro que plantea una ética perversa, en la que bajo el discurso del “bien general” sumerge a los individuos en la esclavitud de ser simples medios para alcanzar otros fines (presuntamente superiores a ellos mismos). Y en este concepto personalmente baso mi incondicional adhesión a las ideas y principios liberales, en tanto que los pensadores que dieron origen y encaminaron a esta línea de pensamiento entendieron filosóficamente al individuo como sujeto de imputación de derechos y deberes inalienables, por el sólo hecho de haber nacido humano.
Para algunos de nosotros sólo Dios es superior al individuo, pero aún ese mismo Ser superior en el que creemos nos impone la obligación moral de anticipar al otro como un fin en sí mismo, igualmente hijo de Dios como cada uno de nosotros.
Y quienes no creen en Dios, pero igualmente adhieren a los principios de la libertad, sujetan la magnitud de la dignidad del individuo al respeto irrestricto a la vida, la libertad y la propiedad privada ajenas.
En este esquema de pensamiento, entender al “pobre” como lo entienden los socialistas y los colectivistas es entenderlo como un ser incapaz, indefenso, débil y minusválido de quien, los que somos más potentes y fuertes, debemos -como si se tratara de un imperativo categórico kantiano- hacernos cargo, aún a costa de nuestro propio interés, de nuestro propio bienestar. Por supuesto, quienes nos rebelamos ante esta interpretación somos tildados de egoístas, mercantilistas y mercenarios, a quienes no sólo no nos importan los pobres, sino que de ser posible optaríamos por lincharlos colgándolos en la plaza pública.
¡Pero no es así! Por el contrario, los liberales tenemos una concepción diametralmente opuesta del “pobre” y creemos que son individuos tan o más capaces de producir y de crear riqueza que nosotros. Nuestra concepción filosófica, nuestra ética al aproximarnos a la problemática de la pobreza es sustantivamente más moral y respetuosa que la propuesta de los colectivismos, en tanto vemos a la pobreza como un estado relativamente fácil de ser superado, dadas ciertas condiciones. Hayek nos enseñó que todos los individuos tenemos un tipo de conocimiento no académico, no formal, no sistematizado, sobre las circunstancias propias del tiempo y el lugar en los que nos toca vivir. Y es este conocimiento el que nos habilita para identificar -mejor que ningún Guillermo Moreno- cuáles son las necesidades no satisfechas en nuestras comunidades, y brindar los bienes y servicios consecuentes en un intercambio satisfactorio para ambas partes.
Las consecuencias más primarias de este sistema de libertad en el intercambio es la pacificación de la sociedad, ya que en el sistema de libre intercambio resulta mucho más beneficioso comerciar que enfrentarse en una guerra. Pero, para que esto suceda, obviamente es imperativo que haya un respeto irrestricto por la vida, la libertad y la propiedad privada del hombre (y de la mujer, así la dejamos tranquila a la presidente que tanto se preocupa por las cuestiones de género).
Pero el marco político, el único sistema de organización social en el que estas condiciones pueden tener lugar es en el sistema Republicano de gobierno, en el que por la mecánica de checks and balances los tres poderes del estado se equilibran entre sí, teniendo presente que siempre ese estado, y esos poderes, van a estar ejercidos por individuos tan o más falibles que cualquiera de los gobernados, y quienes -por supuesto- al igual que cualquiera de los gobernados, va a tender a satisfacer su propio interés por sobre el “interés general”.
A su vez, el sistema republicano impone el Estado de Derecho, el Rule of Law, que no es más que la representación legal de este respeto irrestricto del que venimos hablando, al individuo, su vida, su libertad y su propiedad.
Por todo esto, creo que los populismos, por la inmoralidad de preferir crear pobres antes que riqueza, son el muro más férreo al que debemos abocar todas nuestras fuerzas para derribar.
El segundo muro que no quisiera dejar de mencionar en un día tan importante como hoy es el “Muro del Malecón”, en La Habana (Cuba).
Todos estos valores sobre los que estamos conversando vienen siendo cotidianamente burlados y violentados en Cuba, desde hace más de 50 años.
Al saber sobre esta oportunidad de dirigirme a Ustedes con la que me honró la Fundación Bases, un notable luchador por la libertad como Armando Ribas me facilitó un texto suyo, escrito hace un par de años, y del cual me tomo la libertad de utilizar la metáfora que él acuñó y que me pareció completamente pertinente: el gran muro por demoler es el Muro del Malecón, en La Habana.
Lo triste de la circunstancia cubana es doble por el estado de servidumbre en que se encuentra el pueblo cubano, y por el increíble apoyo que el dictador Fidel Castro y su régimen vienen recibiendo de la comunidad internacional. Es, para mí, aún incomprensible que su figura y la de un asesino serial como fue el “Che” Guevara todavía ilusionen a incautos y enciendan admiración y adhesiones en todo el mundo.
El Muro del Malecón se viene extendiendo de la mano de discípulos obedientes y entrenados en el arte del imponer el colectivismo como Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y, con las recientes medidas que por obscenas descollan (aunque no las únicas), Cristina de Kirchner en la Argentina.
Son los proyectos totalitarios de estos déspotas electos los que amenazan con amurallar a toda América Latina, para aislarla del desarrollo, la ciencia, la tecnología, el crecimiento y la creación de riqueza que sólo son posibles en sociedades abiertas y respetuosas de las libertades individuales, imprescindibles para la profusión del emprendedorismo.
Para terminar, me parece que -a pesar de haber identificado un muro tan vigente y actual como lo hicimos- no tenemos que irnos hoy desesperanzados, sino que por el contrario, tenemos que estar gozosos de saber que existe la Fundación Bases y muchos otros centros de trabajo y esfuerzos abocados a la defensa de la libertad y los principios liberales.
Por mucho tiempo traté con todas mis fuerzas, emocionales e intelectuales, de no caer en la postura maniquea de creer que los colectivismos son completamente malos y los principios liberales completamente buenos. Cuando finalmente abandoné esa lucha interna y me tiré de cabeza al romance que desde hace ya muchos años mantengo con la libertad me sentí… libre. Y creo que en un día como hoy, un evento como éste y los que seguramente se estarán celebrando en muchas partes del mundo nos tienen que ayudar a decir “estoy del lado de los buenos, estoy del lado de la LIBERTAD”. Y los buenos siempre ganan. Yo creo que vamos a ganar.