La Dictadura cubana es el último símbolo del paraíso comunista convertido en infierno. Sin duda está el reino de Calibán del tirano Kim en Corea del Norte, pero nada que ver con el castrismo que ha gozado durante decenios de la adoración de la izquierda occidental y de sus compañeros de viaje. 62 años después del triunfo de la Revolución, con Cuba convertida en un Gulag caribeño, la progresía mundial y buena parte de los gobiernos en las democracias liberales muestran un incomprensible respeto y, de facto, una neutralidad poco exquisita hacia una Satrapía cuyo gobierno encarcela y mata a ciudadanos pacíficos que se manifiestan a lo largo y ancho de la Joya de las Antillas al grito de Patria, Vida y Libertad.
La desesperación, el instinto de supervivencia ha hecho perder a los cubanos el miedo. La pandemia, la crisis económica, el hambre y la falta de futuro han confluido en una protesta generalizada que se resume en la demanda de algo imprescindible para salir de esta trágica situación: libertad. El Régimen carece de legitimidad política y moral ante sus ciudadanos. Es un zombi que sólo puede evitar su hundimiento con un recurso masivo al terror y con la complicidad de Occidente. En las sociedades democráticas, la izquierda o bien guarda un silencio cínico ante los acontecimientos cubanos o bien soporta y justifica la represión. Esto refleja la profundidad de la corriente ideológica que une a la gauche. Aunque no se sea comunista, no se debe practicar el anticomunismo ni mucho menos dejar a los “extraños” que descalifiquen a los hermanos cubanos. Quizá se han excedido, pero son de los nuestros.
El marxismo-leninismo castrista ha convertido Cuba en un país subdesarrollado. El régimen de Batista era una dictadura, pero su efímera duración no logró eliminar algo fundamental. Si se contemplan todas las estadísticas económicas y sociales de Hispanoamérica en los treinta años que precedieron al castrismo, 1930-1960, Cuba figura en el pelotón de cabeza en compañía de Argentina, Chile y Uruguay, trátese del PIB per cápita, del nivel de alfabetización, de la esperanza de vida o de uno de los indicadores estrella de del Régimen, el número de médicos como porcentaje de la población. Con la Revolución, no sólo terminó la prosperidad, sino comenzó la barbarie totalitaria y policial. Esta es la indiscutible verdad, aplaudida por la progresía del mundo entero durante décadas.
El experimento cubano es un caso de manual de los efectos producidos por un sistema de planificación central en el que el Estado se apropia de todos los medios de producción y pretende dirigir desde arriba la actividad económica. Cuba muestra, una vez más, la imposibilidad del cálculo económico propio del socialismo y sus inevitables consecuencias: la destrucción de la economía y al hundimiento del nivel de vida de los individuos. El modelo logró mantenerse en pie por las masivas subvenciones recibidas de la URSS entre 1960 y 1991. Cuando Yeltsin las suprimió, todo el edificio se vino abajo. El PIB se contrajo un 35 por 100 y la sustitución de la asistencia soviética por la venezolana no bastó para restaurar la ya precaria situación previa. En 2019, Cuba tenía un PIB inferior al de 1989. El estancamiento se había consolidado ad aeternitatem y la única expectativa real era la de caer con una intensidad variable en función de la aparición de cualquier shock inesperado.
Eese detonante fue la pandemia. En 2020, el PIB se contrajo un 11 por 100, el precario suministro de productos básicos se hundió y las dos principales fuentes de divisas —el turismo y la exportación de servicios médicos— colapsaron y el país se encamina hacia la hiperinflación. Este es el contexto de la revuelta ciudadana y la expresión de la crisis estructural del Régimen que éste no es ni será capaz de remontar, al menos, en el plano económico. Una economía colectivizada es una sentencia de muerte y cuando alcanza su punto de inflexión, la incapacidad de garantizar un mínimo de subsistencia, sólo puede sostenerse con la violencia.
Esta es la disyuntiva a la que se enfrenta hoy Cuba y no parece ser contemplada como tal por la comunidad internacional. El Régimen ya no tiene tiempo para optar por la vía china, si quisiera, y sólo puede sobrevivir si las potencias occidentales le permiten llevar a cabo un Tiananmen selectivo que habrá de ser mucho más duro que los procesos represivos del pasado. Ante esta situación, las democracias liberales han de responder con contundencia y respaldar a los ciudadanos contra un sistema criminal que sólo tiene posibilidades de mantenerse en pie si Occidente mantiene una neutralidad que constituye de facto un apoyo a la dictadura.
En este contexto resulta de una especial gravedad la posición del Gobierno español. Esta se manifiesta en una cínica pasividad-complacencia por parte de su componente socialista y por una encendida defensa del Régimen totalitario desplegada por sus socios podemitas. Es vergonzoso que la Madre Patria o, quizá, la Madre Matria, en el neo vocabulario de la Vicepresidente Díaz, se muestre como una espectadora imparcial ante la acción de un Régimen que lleva violando de manera sistemática los derechos humanos, que es culpable de crímenes contra la Humanidad y que usa las armas contra sus ciudadanos desarmados.
No cabe ser neutral ante la barbarie y hacerlo es convertirse en cómplice de los bárbaros. Los ciudadanos de Cuba quieren vivir y hacerlo en libertad y necesitan el apoyo activo de todos los demócratas del mundo. España debería liderar ese clamor y encabezar el movimiento para devolver a los cubanos la dirección de sus vidas, el protagonismo de su destino. La caía del comunismo en Cuba tendría un valor simbólico similar a la del Muro de Berlín en 1989 y constituiría un paso decisivo para frenar la ofensiva comunista que desde la Isla con la colaboración venezolana intenta desestabilizar los sistemas democráticos en Latinoamérica con una energía inédita desde los años 70 del siglo pasado.
Fuente: El Cato