El 5 de junio fue designado como el Día Mundial del Ambiente por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), elegido para conmemorar la apertura de la Conferencia sobre el Medio Humano, que tuvo lugar en Estocolmo en 1972. Fue la primera de su tipo para discutir problemáticas ambientales. Allí se establecieron principios fundamentales para la protección del ambiente y la promoción del desarrollo sostenible reconociendo la interdependencia entre el ser humano y su entorno natural, y subrayó la necesidad de tomar medidas para preservar y mejorar el medio ambiente para las generaciones presentes y futuras.
Históricamente, el sector público ha dominado los discursos, retóricas y acciones relacionadas con la protección ambiental. Se han elevado graves acusaciones contra el modelo de desarrollo actual, responsabilizando al capitalismo de los desastres ambientales. El argumento sostiene que el capitalismo, en última instancia, destruye el medio ambiente. Por tanto, la única solución para un mundo más limpio, saludable y sostenible es la completa abolición del sistema capitalista.
Durante décadas, los Estados han sostenido que sólo ellos pueden realizar acciones tendientes a reducir los efectos del cambio climático. Mientras tanto, los partidarios del libre mercado nos hemos quedado atrapados en discusiones superficiales sobre la existencia o no del cambio climático en lugar de abordar el fundamento epistemológico de estas acusaciones. Nuestras contradicciones internas nos han alejado del núcleo central de cualquier desafío a esta estructura discursiva y de toma de decisiones dominante: la vida, la libertad individual y la propiedad privada. La innovación se dirige hacia estos tres derechos. Una disminución de nuestra calidad y esperanza de vida es inaceptable desde una perspectiva liberal. Así, los avances más significativos en materia ambiental se han producido bajo el concepto fundamental del desarrollo capitalista: la invención. La invención, como motor del capitalismo, busca reducir los problemas ambientales que afectan la calidad de vida humana. Como menciona Benegas Lynch, los avances son esclarecedores: ingeniería genética, aumento de la productividad alimenticia, etc. A esto hay que sumarle las políticas de desalinización de agua, las políticas de recuperación de ambientes afectados (Golfo de México por petróleo, San Juan con los derrames mineros, entre otros ejemplos), la creación artificial de nubes y la reciente conversión de polución en materiales sólidos para la construcción y hasta diamantes.
Lo mismo ocurre con la propiedad y la libertad. El daño a la propiedad es más fácilmente cuantificable. Desde los relatos de inundaciones y sequías hasta nuestros días, los liberales no han prestado suficiente atención a cómo las malas prácticas ambientales socavan nuestra propia propiedad privada. No se trata solo de obtener el máximo beneficio de una actividad, sino de cómo la violación del principio de no agresión afecta a cualquiera que intente dañar la propiedad de otro. La libertad también se ve afectada en situaciones cotidianas, desde no poder caminar por las calles anegadas hasta la reducción de nuestra movilidad debido a incendios forestales.
Los liberales nos hemos alejado del tratamiento adecuado de los temas más relevantes en la actualidad. No se trata de perjudicarnos a nosotros mismos, sino de reconocer nuestros errores discursivos y desmantelar la hegemonía construida por el relato estatista. Es importante resaltar la importancia del individuo y del sistema de propiedad privada. No buscamos una recopilación exhaustiva de datos, sino una interpretación profunda de lo que hay detrás de ellos.
Nos hemos quedado estancados en discusiones superfluas, en lugar de concentrarnos en las soluciones y los efectos positivos de políticas ambientales. Los países más libres resultan ser los que mejores indicadores y rendimientos ambientales poseen, mientras que los países más reprimidos terminan sucumbiendo hacia una afectación general del ambiente. Esto tiene su lógica: no se puede exigir que un país haga separación de origen, que busque una transición energética hacia energías renovables, que promueva el reciclaje o que se reduzcan las emisiones de CO2 si la población no tiene para comer. Éstas son aspiraciones que poseen las sociedades con determinado nivel de vida.
Debemos tener niveles elevados de vida, de desarrollo económico para pensar en problemáticas ambientales que puedan dar respuesta a los problemas que nos aquejan actualmente: eso es lo que los países liberales demuestran. En ese sentido, los mitos son varios y requieren de una profundización mayor que la de estas palabras, pero no es cierto que las acciones estatales y restrictivas permitan un mejor desarrollo de soluciones a los problemas ambientales que nos aquejan. No se trata de prohibir, se trata de fomentar acciones concretas. No se trata de prohibir el petróleo, se trata de fomentar, con reducciones impositivas, otras formas de energía alternativas.
En el día del ambiente, no debemos discutir vaga y falsamente que el cambio climático no existe; debemos profundizar en que las mejores adaptaciones al medio cambiante que nos rodea salen de acciones libres, de acciones donde el individuo y el sector privado tengan la capacidad de innovar y solucionar las problemáticas que aquejan a nuestra vida, libertad individual y la propiedad privada.
O como afirma Deirdre McCloskey:
“Para [los pesimistas], los optimistas que confían en el potencial de técnicas modestas de geoingeniería -como hacer que todas las carreteras sean blancas para reflejar el sol- son los Grandes Satanes de hoy. También lo son economistas como el premio Nobel William D. Nordhaus, que señala que, como es obvio que en el futuro dispondremos de una capacidad tecnológica muy superior, podemos esperar que mejoren las tecnologías de captura de carbono en lugar de frenar en seco la civilización industrial, que es la clave de nuestra salvación”.
* Nicolás Pierini es actualmente Pasante de la Fundación Internacional Bases
Fuente: Fundación Internacional Bases